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Sobre el autor

Henrique Salas Römer, egresado de Yale University y miembro del Consejo Asesor del presidente de su Alma Mater (2000–2019), ha vivido en muchos mundos: la empresa privada, la academia y el servicio público — como parlamentario, gobernador y primer presidente de la Asociación de Gobernadores de Venezuela. En 1998 fue el principal rival de Hugo Chávez en su primera elección presidencial. Antes de ingresar a la vida pública, fue director general de STRATEGYON, un prestigioso think tank. También articulista y editor, es autor de El futuro tiene su historia (2019), obra bien recibida por el público lector y elogiada en círculos académicos.

GAZA

Una guerra posmoderna librada con drones e iPhones

El brutal ataque de Hamas del 7 de octubre de 2023 no fue solo una erupción de violencia, sino una operación disruptiva destinada a frenar el rapprochement árabe-israelí encarnado en los Acuerdos de Abraham.
Irán promovió, apoyó y sustentó el asalto de Hamas para interrumpir la iniciativa regional y reafirmar su papel como eje central del islam militante.
La lógica era clara: impedir la consolidación de una alianza árabe-occidental que marginara a Teherán y a sus proxis.

Sin embargo, el resultado fue autodestructivo.
Hezbollah, el principal proxy iraní en la región, fue totalmente desarticulado; las fuerzas hutíes de Yemen fueron severamente contenidas; y el programa nuclear iraní sufrió graves daños.
La propia Gaza quedó reducida a escombros tras la respuesta israelí —una reacción que, por dura y radical que parezca, se inscribe en la necesidad existencial de un Israel que lucha por la supervivencia y no puede darse el lujo de perder una guerra.

Y, sin embargo, en otra dimensión —la simbólica, la mediática, la emocional— el conflicto generó un resultado que ningún estratega militar podía haber previsto: la expansión ideológica y cultural del islam político dentro de las democracias occidentales.

Esa expansión no fue producto de un plan maestro, sino de una convergencia espontánea de tres fuerzas.
Primero, la emocionalidad digital: la imagen viral como arma moral y como instrumento de movilización.
Segundo, la afinidad entre la narrativa islamista —estructurada en torno a la opresión y la resistencia— y el lenguaje moral del progresismo occidental, inclinado a reinterpretar los conflictos bajo la culpa poscolonial.
Tercero, la energización de las poblaciones musulmanas de Europa y Norteamérica, que encontraron en Gaza un punto de identidad, cohesión y afirmación política.

Guerra semántica y el nuevo armamento

El siglo XXI ha trasladado la guerra del campo físico al campo semántico, donde los significados pesan más que los hechos.
Las armas tradicionales han sido sustituidas por imágenes, palabras y emociones.
Cada video de destrucción, cada fotografía de un niño cubierto de polvo, circula por millones de teléfonos como metralla emocional, capaz de perforar la razón y reconfigurar la percepción colectiva.

El teléfono móvil es hoy el arma ligera de la guerra simbólica, y las redes sociales su teatro de operaciones.
En este escenario, el islam político ha encontrado una herramienta de poder sin precedentes: una plataforma para amplificar su mensaje, envuelto en un lenguaje humanitario y de justicia moral.

De la derrota táctica a la expansión ideológica

La derrota de Irán en Gaza pertenece a la historia factual; su consecuencia pertenece a la historia simbólica.
Aunque fue vencido militarmente, el marco ideológico de Irán —religioso, mesiánico y antioccidental— penetró la imaginación de las democracias liberales.
Su cosmovisión encontró eco en sectores del progresismo occidental que, movidos por la empatía y la culpa, reproducen inadvertidamente los códigos del islam político.

Mientras tanto, las comunidades musulmanas de Occidente —jóvenes, conectadas y conscientes de su número— se han convertido en un actor político emergente.
No se trata solo de presencia demográfica, sino de movilización cultural organizada, capaz de alterar los equilibrios simbólicos e incluso electorales en sociedades que creían haber superado el conflicto religioso.

El resultado es una penetración ideológica de baja intensidad pero alta eficacia, que combina fe, identidad y narrativa moral.
El islam político, sin conquistar territorios, ha conquistado espacios de legitimidad —universidades, medios, redes sociales y foros culturales.
Se presenta como empatía, habla el lenguaje de los derechos humanos, pero persigue una alternativa civilizatoria: el reemplazo del paradigma liberal por una visión teocrática envuelta en victimismo moral.

La eficiencia militar palidece frente a la eficiencia narrativa.
Quien controla el relato controla el significado de la victoria.
Hamas perdió territorio; Irán perdió influencia; pero su discurso de resistencia se expandió globalmente.
En este paradigma posmoderno, la percepción se ha convertido en la continuación de la guerra por otros medios.

La ironía histórica

Gaza 2023 no marca la victoria de Irán, sino su derrota más fértil.
Perdió en el campo de batalla; también perdió a su aliado más cercano, Siria; y, sin embargo, el islam político emergió fortalecido.
El conflicto catalizó una invasión cultural sin ejércitos, impulsada por la emoción digital y por la fatiga moral de Occidente.

El resultado es inquietante:
Occidente conserva su poder material, pero ha perdido terreno en la iniciativa semántica y cultural.
Y en una época en que la realidad se define por los relatos, esa cesión equivale a una derrota estructural.
La guerra ya no se libra en Gaza, sino en la mente de quienes observan Gaza.
Y sería una profunda ironía histórica que, mientras el presidente Trump unifica al mundo árabe y los Acuerdos de Abraham se consolidan como su legado perdurable, en Nueva York —la ciudad que ha sido eje de su vida y de su fortuna— el poder político pasara a manos de un alcalde progresista y musulmán.

LA ANGUSTIA HUMANA Y LA INGENIERÍA DEL PODER

Malthus se equivocó.

Thomas Robert Malthus (1766–1834), clérigo y economista inglés, saltó a la fama con su Ensayo sobre el principio de la población de 1798.
Allí expuso, con la precisión de quien calcula destinos, que la población crece en progresión geométrica —multiplicándose con la urgencia de la vida misma—, mientras los alimentos avanzan en progresión aritmética, lentos y lineales como el surco de un arado. La consecuencia, según él, era inevitable: hambre, pobreza, y al final, una catástrofe.

Malthus era un erudito, un párroco, un hombre de letras —no un banquero, ni un rey, ni un tecnócrata. Su angustia era genuina, nacida de la observación y la preocupación moral. Pero la élite se apoderó de sus palabras.
Terratenientes, industriales y gobernantes europeos retorcieron su teoría en justificación: endurecer las leyes de pobres, desalentar matrimonios tempranos, limitar la caridad. El control poblacional se convirtió en un deber moral —no para Malthus, sino para quienes mandaban.

En su tiempo, los hechos parecían confirmarlo. Europa vivía aún de la tierra, sujeta al capricho de las estaciones; las hambrunas regresaban como cosechas malditas, y la natalidad altísima llenaba los campos de niños que el suelo no podía alimentar. La Revolución Industrial apenas despuntaba, y la advertencia de Malthus resonaba con la fuerza de un vendaval.

Pero su predicción resultó equivocada.

Cuando Malthus escribió, el mundo albergaba mil millones de habitantes; hoy somos más de ocho mil doscientos millones, y aunque la desigualdad persiste, no así la hambruna global, ni el colapso de recursos que él anticipó. La innovación agrícola —fertilizantes, semillas híbridas, mecanización, la Revolución Verde— junto con los cambios sociales —urbanización, educación, emancipación femenina— desmontaron el escenario apocalíptico con la misma contundencia con que la historia desmiente a sus profetas.

El eco en la Guerra Fría: McNamara y Kissinger

El temor malthusiano renació en los años setenta, esta vez envuelto en cálculo geopolítico y estrategia de poder. Dos figuras clave lo encarnaron:

– Robert McNamara, arquitecto de la guerra de Vietnam y luego presidente del Banco Mundial, vio en la sobrepoblación el obstáculo central al desarrollo. Bajo su mando, la institución condicionó préstamos a programas de control natal, a veces impuestos con la frialdad de quien firma un balance: esterilizaciones masivas en India, Perú, Indonesia.
– Henry Kissinger, a su vez, maestro del realismo frío, redactó en 1974 el National Security Study Memorandum 200, alertando: el crecimiento del Tercer Mundo podía desestabilizar gobiernos, generar migraciones masivas y amenazar los intereses estratégicos de Estados Unidos.

Así, lo que había sido teoría económica se convirtió en política global: planificación familiar obligatoria, campañas de esterilización, intervenciones que cruzaron fronteras bajo la bandera del progreso.

El presente: Davos y las nuevas etiquetas

En el siglo XXI, el lenguaje ha cambiado, pero no el fondo. Ya no se habla de “control poblacional”, sino de sostenibilidadhuella de carbonoESGDEI. El problema ya no es cuántos somos, sino cómo vivimos, cómo consumimos, cómo somos.

El Foro Económico Mundial acuñó ESG en su informe Who Cares Wins de 2004; desde entonces, la agenda se ha expandido, incorporando DEI y, por esa vía, la promoción institucional de identidades sexuales no reproductivas.

Figuras como Larry Fink, cuyo imperio financiero en BlackRock mide en billones y presiona a empresas por metas climáticas y de diversidad; Bill Gates, cuya filantropía demográfica en África y Asia recuerda los viejos programas del Banco Mundial; y George Soros, cuya red global impulsa DEI y agendas culturales progresistas, ejercen un poder orgánico que trasciende gobiernos y moldea, a escala planetaria, comportamientos familiares, económicos y culturales.

Lo que en el siglo XIX fue la ley de pobres, en los setenta la esterilización forzosa, hoy se presenta como acuerdos verdescompromisos climático y marcos de calculada inclusión.

¿Equivocados otra vez?

Malthus se equivocó porque subestimó la capacidad humana de inventar salidas. Quizá hoy estemos ante un error similar. Las energías renovables, la inteligencia artificial, la biotecnología, la edición genética: todo sugiere que los límites que ahora parecen absolutos podrían diluirse como niebla al sol. Incluso el cambio climático, aunque real en sus efectos, podría responder en parte a ciclos naturales de la Tierra, no solo a la acción humana.

Harari y el hombre depredador

A esta duda se suma la condena. Nace de una voz contemporánea, promovida con insistencia: Yuval Noah Harari. Para él, el problema no es solo demográfico, sino ontológico. El ser humano no solo se multiplica: devasta. Ha extinguido especies, alterado ecosistemas, puesto en riesgo la vida misma del planeta. La pregunta ya no es ¿cuántos cabemos?, sino ¿merece el hombre seguir aquí?

La familia y la nueva cosmovisión

Mientras tanto, en las sociedades desarrolladas, la natalidad se desploma. No por elección cultural libre, sino por una orientación cultural inducida. Desde la píldora anticonceptiva y la muñeca Barbie —símbolos de autonomía y carrera antes que maternidad— hasta los estándares DEI que hoy priorizan la identidad profesional y las identidades de género no reproductivas, la mujer ha sido orientada desde temprana edad hacia el ejercicio laboral, opacando su responsabilidad biológica de dar continuidad a la vida. El proyecto personal, los afectos sustitutos —incluso las mascotas— se elevan por encima de la procreación.

El resultado es una paradoja profunda: durante siglos temimos que la población explotara sin control; hoy, muchas naciones enfrentan un invierno demográfico que amenaza la sostenibilidad de sus sistemas sociales y la pervivencia de culturas ancestrales.

A esto se suma el fenómeno migratorio que tanto inquietó a McNamara y Kissinger. En 1974, el presidente argelino Houari Boumédiène lo dijo sin rodeos ante la Asamblea General de la ONU:

«Un día, millones de hombres abandonarán el hemisferio sur para irrumpir en el hemisferio norte. Y no lo harán precisamente como amigos. Porque irrumpirán para conquistarlo. Y lo conquistarán poblándolo con sus hijos. Será el vientre de nuestras mujeres el que nos dé la victoria.»

Medio siglo después, en Europa, esa profecía cobra forma: tasas de natalidad nativas por debajo del nivel de reemplazo (1,5 hijos por mujer en promedio), mientras las poblaciones migrantes mantienen tasas superiores a 2,1. El desplazamiento cultural no requiere tanques: basta con cunas.

El verdadero arco

Malthus advirtió por angustia —temor real, visceral, nacido del hambre.
A partir de la Guerra Fría, sin embargo, esa angustia disfrazada de progreso, seguridad, e incluso de sostenibilidad planetaria, se transformó en herramienta de control.

Ayer: el hambre justificó las leyes de pobres.
Los setenta: la inestabilidad justificó la esterilización.
Hoy: la huella de carbono y la inclusión justifican la reingeniería cultural.

Lo único cierto es que este debate —desde la Guerra Fría hasta Davos, de Kissinger y McNamara a Fink, Gates y Soros— revela menos sobre la angustia demográfica o del control de las migraciones, que sobre el control mismo, y el ejercicio deliberado del poder.